UN DISEÑO VIGENTE
El plan de Dios para el matrimonio está claramente expuesto en la Palabra de Dios, la Biblia. Génesis 2.1825 introduce los conceptos de dejar la etapa de soltero (padres), unirse en pareja y ser una sola carne.
Según mi entender, hay sólo una declaración acerca del matrimonio que Dios incluye cuatro veces en la Biblia. Ella se encuentra en Génesis 2.24, Mateo 19.5, Marcos 10.7, 8 y Efesios 5.31. Esta declaración dice así: «Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne».
Como dijimos, entonces, Dios hace esta declaración cuatro veces: una en el Antiguo Testamento y tres veces en el Nuevo Testamento. Una vez antes de la caída del hombre en el pecado y tres después de dicho evento. De esto deducimos que esta declaración contiene el propósito matrimonial de Dios tanto para el hombre perfecto como para el hombre pecador. Es el plan de Dios para todos los tiempos, a fin de lograr un buen matrimonio, y un buen plan es tan necesario para un buen matrimonio como lo es para una construcción.
Hoy en día encontramos muchos matrimonios tristes e insatisfechos, y no sólo entre los no creyentes sino también entre los mismos cristianos. Esta tristeza es causada, en gran parte, por la falta de atención al plan de Dios para el matrimonio. ¿Cuál es, entonces, ese plan? ¿Qué involucra el matrimonio según Dios?
UNA NUEVA ETAPA
DEJAR
En primer lugar, el diseño de Dios para la pareja señala que el esposo y la esposa deben dejar a sus padres y a sus madres. ¿Qué significa dejar a sus padres?
Pues bien, ciertamente no significa que deben abandonarlos y dejarlos por completo (comparar Ex 21.12; Mr 7.9-13; 1 Ti 5.8). Tampoco significa que deben separarse necesariamente a una gran distancia geográfica. Vivir demasiado cerca de los padres especialmente al comienzo del matrimonio puede hacer difícil el dejar para vivir una nueva etapa. Es posible dejar al padre y a la madre y vivir en la casa contigua; si bien están cerca, la manera en que se relacionen hace que puedan ser independientes. Y a la inversa, es posible también vivir a miles de kilómetros de distancia de los padres y no dejarlos. De hecho, es posible que muchos no hayan dejado a sus padres aunque estos ya hayan fallecido.
Dejar a sus padres significa que su relación con ellos debe cambiar radicalmente, para establecer una relación adulta de ahora en adelante. Significa que deben ocuparse y atender más a las ideas, opiniones y prácticas de su cónyuge que a las de sus padres. No estar esclavizados a ellos en cuanto a afecto, aprobación, ayuda y consejo.
Dejar a los padres significa también que deben eliminar cualquier actitud mala hacia ellos, o de lo contrario estarán ligados emocionalmente aunque físicamente estén lejos.
Muchas personas ingresan al matrimonio sin dejar de depender emocionalmente de sus padres, a tal punto que continúan procurando que su cónyuge cambie sólo porque a sus padres no les gusta como es. La etapa del matrimonio y el dejar a los padres significa que los dos, de común acuerdo, deciden que la relación marido y mujer tiene prioridad sobre toda otra relación humana.
UNA NUEVA ETAPA
UNIRSE
El plan de Dios para el matrimonio es que el marido y la mujer deben unirse el uno al otro. En nuestra época las parejas jóvenes parecen casarse con la idea de que si su matrimonio fracasa pueden obtener el divorcio. Cuando se casan prometen ser fieles hasta la muerte, pero mentalmente consciente o inconscientemente añaden: «a menos que nuestros problemas sean demasiado grandes».
En verdad, algunos sugieren que debiéramos renovar nuestra libreta de casamiento cada año, así como renovamos la licencia de conductor. Otros sugieren que nos olvidemos de todo el trastorno del matrimonio civil y las tensiones de la ceremonia de casamiento. Para ellos el matrimonio es algo de su conveniencia, de suerte, y puede ser muy pasajero. Todo depende de cómo caen las cartas.
Sin embargo, Dios dice: «Yo no lo planeé así. Yo quise que el matrimonio fuese una relación permanente. Yo quiero que el marido y la mujer se adhieran el uno al otro» (Mr 10.79)
El matrimonio, entonces, no es cuestión de suerte, sino de elección deliberada. No es sólo un asunto de conveniencia sino de obediencia; y no depende de cómo caen las cartas sino de cuánto estamos dispuestos y decididos a trabajar para su éxito.
Un buen matrimonio está basado más sobre compromiso que sobre sentimientos o atracción corporal. De acuerdo con Malaquías 2.14 y Proverbios 2.17, el matrimonio es un pacto, un contrato irrevocable por el cual estamos ligados a otra persona. Por tanto, cuando dos personas se casan prometen que serán fieles el uno al otro, pase lo que pase. La esposa promete que será fiel aunque el esposo engorde, se ponga calvo, o tenga que usar lentes bifocales; aunque pierda la salud, su riqueza, su empleo, su atractivo; aunque aparezca alguien más excitante.
Por su parte, el esposo promete ser fiel aunque la esposa pierda su belleza y atractivo; aunque no sea tan pulcra y ordenada o sumisa como él quisiera; aunque no satisfaga sus deseos sexuales completamente. Él la amará y honrará aunque gaste el dinero neciamente o sea una mala cocinera.
El matrimonio significa que el marido y la mujer entran en una relación por la que aceptan total responsabilidad y se comprometen el uno al otro sin tomar en cuenta los problemas que puedan surgir.
En muchos sentidos el casarse se parece a la conversión. Cuando una persona se convierte a Cristo deja su antigua manera de vivir, su justicia propia, sus propios esfuerzos para salvarse, y se entrega a Cristo, quien murió en lugar de los pecadores. En este acto de entrega a Cristo, la persona se compromete con Cristo. La misma esencia de la fe salvadora es una entrega personal a Cristo por la cual la persona promete confiar total y completamente en el Señor y a servirle fiel y diligentemente, sin tomar en cuenta cómo se sienta o qué problemas puedan surgir (comparar Ro. 10.9; Hch. 16.31; Fil. 3.7, 8; 1 Ts. 1.9, 10).
De la misma manera, el matrimonio según Dios involucra una entrega total e irrevocable de dos personas, la una a la otra. El matrimonio según Dios incluye el adherirse el uno al otro en enfermedad y en salud, en pobreza y en riqueza, en alegrías y tristezas, en gozo y dolor, en tiempos buenos y tiempos malos, en acuerdos y desacuerdos.
El matrimonio según Dios significa que saben que deberán enfrentar problemas, cambiar opiniones acerca de ellos, buscar la ayuda de Dios, y resolver esos conflictos en lugar de escapar de ellos. No hay salida del vínculo; están comprometidos el uno al otro de por vida. Deben adherirse el uno al otro hoy y mañana, mientras los dos vivan.
UNA NUEVA ETAPA
UNA SOLA CARNE
Terminando con las grandes definiciones de Génesis 1.18-25, vemos que el plan de Dios para el matrimonio involucra el ser una carne.
En el nivel más elemental, esto se refiere a relaciones sexuales, la unión física. Busque una Biblia y lea con atención 1 Corintios 6.16.
Dentro de los límites del matrimonio, las relaciones sexuales son santas, buenas y hermosas, pero fuera del contexto de «dejar» y «unirse», son negativas, degradantes y pecaminosas (compare con He. 13.4).
Sin embargo, el ser «una sola carne» involucra más que el acto sexual en el matrimonio. En verdad, ese acto matrimonial es el símbolo o la culminación de una unión más completa, de una entrega total a la otra persona. En consecuencia, si la unión más completa no es una realidad, las relaciones sexuales pierden su sentido.
Una definición del matrimonio que me gusta mucho es: El matrimonio es una entrega total y un compartir totalmente de la persona total con otra persona, hasta la muerte. El propósito de Dios es que cuando dos personas se casan deben compartir todo: sus cuerpos, sus posesiones, sus percepciones, sus ideas, sus habilidades, sus problemas, sus éxitos, sus sufrimientos, sus fracasos, etcétera.
El esposo y la esposa son un equipo y lo que cada uno hace debe ser por amor a la otra persona o al menos no debe ser en detrimento del otro. Cada uno debe preocuparse tanto por las necesidades de la otra persona como por las propias (Ef. 5.28; Pr. 31.12, 27).
Los esposos ya no son dos sino una carne, y este concepto de una carne debe manifestarse en maneras prácticas, tangibles y demostrables. Dios no desea que sea solo un concepto abstracto o una teoría idealista sino una realidad concreta. La intimidad total y la profunda unidad son parte del plan de Dios para un buen matrimonio.
La intimidad total y la unidad profunda, sin embargo, no significan una total uniformidad e igualdad. Mi cuerpo se compone de muchas partes diferentes. Mis manos no hacen la tarea de mis pies y mi corazón no hace el trabajo de mi hígado. Hay gran diversidad de miembros en mi cuerpo y sin embargo mantienen la unidad. Las partes de mi cuerpo se ven distintas y actúan de una manera diferente, pero cuando funcionan normalmente cada parte trabaja para el beneficio de las demás, o, a lo menos, una parte no trata deliberadamente de herir a las otras.
Del mismo modo, el marido y la mujer pueden ser muy diferentes en algunos aspectos, pero no deben permitir que esas diferencias obstaculicen su unidad porque el propósito de Dios para el matrimonio es la unidad total.
Sin embargo, tú y yo sabemos que la total unidad no se logra fácilmente, ya que el obstáculo básico para el logro de la unidad, es nuestra pecaminosidad. En Génesis 2.25, inmediatamente después de que Dios dijera que el marido y la mujer serían una sola carne, la Escritura dice: “Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban”.
La desnudez de Adán y de Eva no es una recomendación al nudismo público. Esto ocurrió antes que hubieran otras personas a su alrededor. ¡Adán fue el único ser humano que vio a Eva desnuda y Eva fue la única mujer que vio a Adán desnudo! Es más, esto sucedió antes de que pecaran. Después que pecaron leemos que “fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera y se hicieron delantales”. En cuanto entró en escena el pecado comenzaron a cubrirse.
Ese intento de cubrirse ciertamente era evidencia de que estaban conscientes de su pecado ante Dios. Inmediatamente y neciamente procuraron esconder su pecado de Dios. Y más aun, al cubrirse simbolizaban su esfuerzo por esconderse el uno del otro. Cuando entró el pecado, la transparencia y la unidad total que disfrutaban fueron destruidas.
Del mismo modo, como el pecado entró y estorbó la unidad de Adán y Eva, así nuestro pecado sigue siendo la gran barrera que entorpece la unidad matrimonial en el día de hoy. A veces la unidad matrimonial es destruida por el pecado del egoísmo, otras por el pecado del orgullo. En ocasiones esa unidad es quebrada por el pecado de amargura, o la ingratitud, la terquedad, el vocabulario hiriente, el abandono, la impaciencia, la aspereza o la crueldad. Fue el pecado lo que destruyó la unidad total de Adán y Eva, y es el pecado el que destruye la unidad de los esposos hoy día.
LA PRESENCIA NECESARIA: JESUCRISTO
Lo que acabamos de ver al final del punto anterior nos lleva a reconocer nuestra necesidad de Jesucristo, tanto en nuestras vidas como en medio de nuestro matrimonio.
En primer lugar, necesitamos restablecer, por intermedio de Jesucristo, una buena relación con Dios (comparar Ro 3.1023; Is 59.2; Col 1.2123; Ef. 1.7; 2.1321; 2 Co 5.21; 1 P 3.18).
Pero no sólo necesitamos entrar en una buena relación con Dios por medio de Jesucristo; también es necesario que Jesucristo nos ayude a estar bien relacionados el uno con el otro. Él vino al mundo para destruir las barreras que existen entre los hombres, además de las que hay entre el hombre y Dios. Jesús quiebra las barreras que existen entre los hombres; anula la enemistad y hace que los hombres sean uno en Él (Ef. 2.14-16; Gá. 3.28). Sólo Él puede tomar a un hombre y una mujer, pecadores y egoístas, y lograr que dejen a su padre y a su madre, se unan y lleguen a ser una carne.
Por tanto, si han de experimentar la total unidad que Dios dice es esencial para un matrimonio bueno, deben acudir a Jesucristo. Él quita las barreras, destruye las paredes que dividen, limpia de pecado, quiebra el poder del pecado reinante. Él libera al cautivo, le da el Espíritu Santo al hombre, el cual produce en él el fruto de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Jesucristo envía el Espíritu Santo, quien hace posible que hombres y mujeres pecadores dejen a su padre y a su madre, se unan el uno al otro y lleguen a ser una carne.
Adaptado del primer capítulo de Fortaleciendo el matrimonio, por Wayne Mack.