Si bien es cierto que no podemos vivir mucho tiempo sin ser agravidados u ofendidos, debemos evitar convertirnos en presos del enojo y el resentimiento; porque la amargura es como un cáncer que entra en nuestro organismo y desarrolla raíces pofundas, infectando nuestra alma y la relación con las personas a nuestro alrededor. Por eso hay que aprender a pasar por alto las ofensas menores y también a perdonar a quien nos ofendió grandemente, renunciando inclusive al derecho de herirlo. Las relaciones no prosperan por castigar al culpable, sino porque el inocente otorga misericordia. Recordemos que Jesús mismo pidió a Pedro que perdonara a su agresor hasta 70 veces 7. La ausencia de perdón nos puede costar el corazón. Es momento de perdonar a los agresores en nuestra vida, aun a quienes no lo han pedido ni lo merezcan, porque la vida es demasiado corta para no hacerlo.